Un poder público que otorga prebendas en medio de la puja sectorial consolidó una economía sin productividad, que parece agotada. Por Jorge E. Bustamante.
Jorge E. Bustamante
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Desde que la Revolución Industrial demostró la potencia creadora de las instituciones liberales, surgieron críticas al desarrollo maquinista, pues la proliferación de fábricas, ferrocarriles y vapores también trajo prosperidad desigual. Sin embargo, quienes primero advirtieron los logros del capitalismo fueron Karl Marx y Friedrich Engels en el Manifiesto comunista (1848), que vale la pena releer.
“La burguesía, desde su advenimiento, apenas hace un siglo, ha creado fuerzas productivas más variadas y colosales que todas las generaciones pasadas tomadas en conjunto –dice el Manifiesto–. La subyugación de las fuerzas naturales, las máquinas, la aplicación de la química a la industria y a la agricultura, la navegación a vapor, los ferrocarriles, los telégrafos eléctricos, la roturación de continentes enteros, la canalización de los ríos, las poblaciones surgiendo de la tierra como por encanto, ¿qué siglo anterior hubiera sospechado que semejantes fuerzas productivas durmieran en el seno del trabajo social?”.
Marx y Engels fueron verdaderos visionarios, ya que no se habían inventado ni la penicilina, ni la fisión atómica, ni la biotecnología, ni los sistemas digitales, ni la computación cuántica, ni la red de internet. Pero cometieron un grave error de diagnóstico. No advirtieron que esas fuerzas productivas se despertaron gracias al cambio institucional ocurrido en Inglaterra en 1689, cuando el absolutismo fue reemplazado por una monarquía parlamentaria, con poderes limitados. Al consolidarse la seguridad jurídica y acotarse la arbitrariedad oficial mediante el Estado de derecho, se alinearon esfuerzos y resultados. Esa fue la base de la Revolución Industrial, cuyos efectos admiraron los padres del comunismo.
«En el extremo de la politización, las fuerzas productivas se anquilosan y se expande la pobreza. Por algo China giró al capitalismo desde 1979 y la URSS se disolvió en 1991»
Un siglo más tarde, ese marco institucional fue perfeccionado por la Constitución de los Estados Unidos de América (1787), que consagró la forma republicana de gobierno, basada en los derechos individuales y la división de poderes. Y esa fórmula se expandió por la mayor parte de Occidente, aun en regímenes parlamentarios.
Los variados socialismos posteriores, romántico y científico, con todas sus derivaciones, ignoraron el rol de los incentivos humanos y creyeron (y creen) que es posible alterar las reglas de juego, intervenir y estatizar, sin afectar la potencia creadora de las “fuerzas productivas” que admiraron Marx y Engels. Es una frazada corta: cuanto más se regula, menos se produce en forma competitiva. Y cuanto más se regula, más importancia tiene la política y menos la gestión eficiente. En el extremo de la politización, las fuerzas productivas se anquilosan y se expande la pobreza. Por algo China giró al capitalismo desde 1979 y la URSS se disolvió en 1991.
Reacción antiliberal
En la Argentina, luego del aluvión inmigratorio surgió también una reacción antiliberal, primero impulsada por pensadores nacionalistas “aristocráticos” que querían reivindicar al “ser nacional” frente a la extranjerización; luego, por su vertiente nacionalista popular, para la cual lo “nacional” era el proletariado gaucho e indígena, frente a la alianza de la oligarquía con el extranjero.
Todas esas fuentes convergieron en cuestionar la libertad de los mercados como cultura anglosajona, basada en un individualismo materialista, que debía ser sustituida por un Estado atento al interés nacional y ordenador de los egoísmos particulares. Esa doctrina tuvo formulación concreta en el corporativismo, en su versión fascista (Ley Rocco, 1926), que propuso un orden colaborativo y armonioso dirigido por el Estado para lograr una “comunidad organizada”. Es decir, “ni yanquis ni marxistas”. De allí las fórmulas de “concertación” para dar a cada uno lo suyo, atender a la justicia distributiva y evitar las carreras de precios y salarios. De tiempo en tiempo, se fueron creando ministerios y agencias para cada sector y regímenes especiales para resolver “caso por caso”. De tiempo en tiempo, se fueron cediendo las distintas reparticiones públicas al arbitrio de los sindicatos, que, en muchos casos, confunden su función gremial con la función pública. De tiempo en tiempo, se fueron creando bancos oficiales, como el Nación para el campo, el antiguo y fundido Banade para la industria y el actual Bice, para cualquier cosa.
«A través de los años, se consolidaron grupos que controlaron las contrataciones del Estado en sus distintas versiones»
Pero como los mercados siempre están y siempre operan, pues son la expresión natural del instinto de maximizar utilidad y minimizar costos, de inmediato cambiaron su modus operandi y, en lugar de diseñar estrategias para funcionar en contextos competitivos, se organizaron para operar en contextos políticos.
Para cada ventanilla se armó un lobby y como es más fácil ganar una pulseada con un funcionario que con un competidor, se estructuraron mecanismos para dirigir en provecho propio el poder de compra del Estado (nacional, provincial y municipal), sus entes autárquicos, sus 33 empresas públicas y 29 fideicomisos sin dueño aparente. A través de los años, se consolidaron grupos que controlaron las contrataciones del Estado en sus distintas versiones, desde las cuestionadas obras públicas hasta las alianzas con YPF, Aerolíneas Argentinas, Fabricaciones Militares o AYSA; desde las pautas publicitarias hasta la recolección de basura; desde el Incaa hasta el material ferroviario; desde el PAMI hasta la limpieza de oficinas.
El Estado argentino, que gasta el 45% del PBI (el doble de lo razonable), no devuelve a la población el valor que esta espera en materia de salud, educación, seguridad o justicia. La mayor parte de las sumas que administra se consumen internamente, por presiones corporativas, en los organismos creados para aquellos fines. Lo que llega a la población en términos de salud, educación, seguridad o justicia es muy poco, como lo demuestran las estadísticas y la simple observación ciudadana.
Sin competencia
Fuera del ámbito del gasto público, el Estado también distribuye plusvalías mediante regulaciones que permiten mejorar la rentabilidad de varias actividades a partir de diversas motivaciones, como la creación de empleo, la ocupación territorial, la sustitución de importaciones, la agregación de valor de materias primas o la jerarquización de ciertas profesiones o servicios.
Como consecuencia, los distintos operadores se han organizado a través de cámaras, colegios y consejos para crear mercados cautivos, eliminando la competencia externa (limitación a importaciones) o restringiendo la competencia interna (profesiones con aranceles de orden público). Los regímenes de promoción industrial han sido mecanismos de elevado costo fiscal, siempre burlados por los beneficiarios. Los casos paradigmáticos fueron industrias básicas, como la celulosa o la soda solvay, cuyas inversiones monumentales (e innecesarias) se financiaron con diferimientos fiscales no indexados (como el IVA) o créditos de bancos de fomento (que no se devolvieron), alentándose así a pagar sobreprecios a contratistas y proveedores de equipos del exterior, para extraer “devoluciones” fuera de la contabilidad oficial.
Las obras sociales sindicales son “vacas sagradas” que se nutren de inmensos aportes compulsivos cuya utilización no es auditada por el Estado, a pesar de que pagan cifras infladas por compras de inmuebles, refacciones o servicios para obtener retornos “en negro” que son públicos y notorios. Los sindicatos suelen sostener que manejan fondos privados, porque no son aportes directos del Tesoro. Pero todos los recursos que se originan en aportes y contribuciones dispuestos por una norma legal configuran una modalidad de gasto público de administración privada y por tanto, sujetos a fiscalización y rendición de cuentas. En una futura reforma del sistema, esa recaudación debería integrar un fondo fiduciario, no gestionado por el Estado ni por los sindicatos, sino por firmas independientes, con experiencia y solvencia, que sean seleccionadas por concurso público, en tanto los sindicatos podrán mantener la gestión de los prestadores de salud que están bajo su órbita.
Lo más grave de esta acumulación de distorsiones es que ha consolidado una estructura económica de bajísima productividad, que solo puede sobrevivir para el mercado interno con salarios reales siempre en descenso. El privilegio de uno es mayor costo para otro, en un círculo vicioso de retraso e impotencia.
La mentalidad corporativa, al creer que el progreso se logra mediante la suma algebraica de apoyos, subsidios y protecciones a cada uno de los sectores, no advierte que se trata de una carrera infructuosa y persiste en el error de actuar “caso por caso”, otorgando beneficios y excepciones conforme al peso político de cada peticionante. Esto ha hecho proliferar la sanción de normas oscuras, con anexos inaccesibles al público general o de decretos con el formato “si bien, no obstante”, cuyos considerandos ratifican una política de Estado, para luego justificar la excepción que satisface la presión corporativa.
Para que la Argentina crezca debe abrirse al mundo y ser competitiva. Esto requiere respetar el derecho de propiedad, la autonomía de los contratos y la libertad de los mercados. El Estado debe abandonar sus intervenciones “caso por caso” y el manejo de excepciones, y ser firme en reglas de juego generales y de acceso abierto, no sujetas a las presiones políticas y las conveniencias del corto plazo.
Nuestro sistema corporativo configura un panorama desolador para quienes deseen encarar su reforma, pues actualmente afecta a todo el mundo, no solo a los grupos organizados, sino también a sus pequeños contratistas y proveedores. Y la República Corporativa tiene una larga experiencia en la defensa exitosa del statu quo, invocando derechos adquiridos y logrando medidas cautelares para impedir cambios.
Para desatar esos nudos se requiere presentar un panorama claro que muestre cómo el cambio implicará mejoras ahora inimaginables para quienes tienen temor a enfrentarlo. Los sectores productivos tendrán acceso al crédito y al mercado de capitales para reconvertirse. La desregulación laboral aumentará la demanda de trabajo y los menores impuestos al trabajo favorecerán a unos y a otros. La inserción en el mundo introducirá en la Argentina buenas prácticas y abrirá mercados ahora inalcanzables. Con una reforma integral, que cambie las expectativas de manera dramática caerá el riesgo país, se fortalecerá la moneda, resurgirá el crédito y será posible que una generación joven ponga en marcha nuestra república con una mentalidad no corporativa, sino competitiva.
Abogado, máster en Derecho por la Universidad de Columbia
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UN LIBRO QUE HOY ADQUIERE PLENA VIGENCIA
“Comencé a escribir este libro cuando tenía 40 años. De ello hace 40 años, en tiempos de Alfonsín. Ahora estoy por cumplir 80 y muchas personas me han instado a reimprimirlo tal cual, pues los problemas argentinos continúan siendo los mismos”. Esto escribió Jorge E. Bustamante en la nueva edición, lanzada recientemente, de La República corporativa, un libro en el que el autor, magíster en Derecho por la Universidad de Columbia, analiza con lucidez y con un profundo conocimiento de los recovecos de la burocracia estatal la matriz corporativa del Estado argentino.
En el prólogo, Carlos M. Parise, doctor en Ciencias Jurídicas y Sociales, vincula La República corporativa con otros dos libros: La Argentina informal, de Adrián Guisarri (1989) y Un país al margen de la ley, de Carlos Nino. Los tres, dice, proponen distintos enfoques de un mismo fenómeno.
Jorge Bustamante: Jorge E. Bustamante nació en Buenos Aires, en 1943. Se graduó de abogado con medalla de oro en la Universidad de Buenos Aires (1967). Obtuvo la Beca Fulbright. Es máster en Derecho por la Universidad de Columbia, Estados Unidos (1969). Fue secretario de Industria y ministro de Bienestar Social de Corrientes (1978). Se desempeñó como subsecretario de Economía durante la gestión ministerial de Roberto Alemann (1982). Fue socio fundador de la firma MBA Lazard. Dictó el posgrado Economía Institucional en la Universidad de Belgrano y publicó La desregulación, entre el Derecho y la Economía (1992). Ha sido colaborador de La Ley, La Nación, Ámbito Financiero y La Nueva Provincia.
Artículo publicado originalmente en La Nación el 19/11/22: https://www.lanacion.com.ar/ideas/la-argentina-de-la-republica-liberal-al-estado-corporativo-hoy-en-crisis-nid19112022/?fbclid=IwAR0kJqxQ_9qJvtpbnf8VCmLpBbeidjJPBVlrvoKzm7v5aZSWt8vPTj44CgE#amp_tf=De%20%251%24s&aoh=16688676899651&referrer=https%3A%2F%2Fwww.google.com&share=https%3A%2F%2Fwww.lanacion.com.ar%2Fideas%2Fla-argentina-de-la-republica-liberal-al-estado-corporativo-hoy-en-crisis-nid19112022%2F